jueves, 25 de marzo de 2010

ANGIE'S LAVA: Capítulo XI

Las prisas a veces ocasionan...¡un cambio improvisado de planes! ¡Súbanse a este ascensor y descubran cómo se consiguen los sobresueldos en los hoteles! Ahora que llega época de vacaciones...

Siguiente capítulo de "Angie's Lava", número once de catorce.

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¡Feliz diversión!



XI- VEINTIUNA Y BAJANDO… ¿O MEJOR SUBIENDO?



No sabía el por qué del caso, pero siempre andaba con prisas de acá para allá, mimando los segundos de cada minuto como si fueran pepitas de oro.

Hoy no es distinto: la première de “Hulelm” tiene lugar en menos de una hora y allí se encuentra Claudia aún, al otro extremo de la ciudad, en todo lo alto de un hotel futurista, frente a un descenso de veintiuna plantas. Evita llamar a su hermana para no distraerla de lo más importante esa fría noche de viernes: su celebración, el momento que las dos han estado esperando con los nervios propios de niños ante la noche de Reyes; sólo por compartir ese sueño merecía la pena el viaje desde Oulu. Bueno, por esa causa, por comprobar qué es aquello tan extraordinario en el cineasta que consigue arrancar ese brillo agudo a los inquietos ojos fraternales y, sería de justicia reconocerlo, por cambiarle la temperatura a su chomino, algo escarchado últimamente a causa de los fríos nórdicos.



“A ver: gorro, botas, bufanda, guantes, cazadora, libido... ¡Sí! ¡Allá vamos!”



Las puertas del ascensor se cierran, Claudia contempla a las escasas personas que junto a su exquisita figura ocupan el espacio reservado para al menos veinte: un botones con atuendo del siglo pasado y un ciego con gafas negrísimas, bastón y extraordinaria nariz.



“Un bastón…la nata...”



Breve alto en la planta 17; se les une una camarera de habitación con pinta de estar a punto de jubilar las bolsas bajo los ojos, más grandes aún que las alforjas a cada lado de sus caderas. Se coloca junto al ciego, los dos miran el panel luminoso restándole como pueden números según van bajando.

El chico botones lleva el pelo rubio recogido en una diminuta cola, la chaquetilla roja abierta, la camisa casi blanca a medio abrochar y una exuberante llave colgada del cuello. Claudia se queda con este detalle, intentando descubrir el uso de aquella pieza metálica: ¿Abriría la puerta de un garaje donde trabajaba en sus ratos libres? ¿Un baúl con sus cosas más íntimas como revistas, películas y juguetes eróticos que enseñaría por las noches a sus valientes amiguitas? ¿O es una especie de llave maestra que le permite penetrar cada marco del hotel en caso de que requieran sus servicios de “mula de carga” desde alguna habitación apremiada por una urgencia incontenible? Su cuerpo es fornido, se lo imagina machacándose en el gimnasio para luego poder machacarse a gusto un sobresueldo.



“¿Cuánto llevo en el bolso?”



A pesar de una cierta apariencia infantil, su áspero vello facial mal rasurado y una marca en un pómulo le confirman que aquel chavalote se entretiene ya desde hace tiempo con menesteres para adultos. Descubre que se la está comiendo con la mirada, a la vez que le sonríe como muestra de su capacidad para leer las cavilaciones femíneas y lo que viene detrás. Claudia pierde el duelo; cierra los ojos, algo incómoda por la sensación de haber sido sorprendida, y al volver a abrirlos se le escapan hacia la prominente entrepierna del muchacho. Entonces, sus pupilas mudan de plato de postre a fuente para dulces al fijarse que el joven tiene la portañuela abierta y algo carnoso le asoma. Los ojos de ella vuelan a los verdes de él, los agarra y los arrastra hasta el lugar de los hechos, como queriéndole avisar del desliz; cuando llegan, descubre que el orificio ha sido obstruido por uno de sus puños: lo tiene dentro del pantalón, como sus caricias. Planta 13. El ciego carraspea, su bastón parece engordar mientras machaca el suelo con una melodía ridícula a la escucha de sus compañeros de tránsito; la ama de llaves se rasca una teta, gorda pero desinflada, cada vez que el número d’étage le guiña. Cuando el chico saca la mano pegajosa de su uniforme, deja dentro un gran miembro que se extiende hasta una de sus caderas y lanza una sonrisa al aire para quien la quiera recoger. Claudia la observa, la sigue y la hace suya, guardándola en sus entrañas. A continuación, da un saltito para colocarse en el fondo del habitáculo junto al botones, hombro con hombro.



- ¿Tienes hora, muchacho? Estos Lotus atrasan una barbaridad…




El mozo contesta con su blanca dentadura, le coge una mano y le da algo. Claudia abre la palma impaciente por conocer el origen de ese cosquilleo tan sutil; al ver de qué se trata, la mueca que retenía en el vientre se esparce por todo su interior erotizándole hasta el iris.



“Se me ocurren miles de ideas que podría hacer con una pastilla de jabón de hotel resbaladiza.”



- ¿Qué quieres que haga con esto?- Le susurra Claudia al oído.

- Me sobra la mujerona. Cuando lleguemos a la planta 9 paro el ascensor y abro la puerta. Tú lanza la pastilla, a ver si la tía sale a buscarla; total, es su trabajo, lo hará por costumbre. Cerramos rápidamente y seguimos sin ella. Después lo atranco haciendo girar esta llave dentro de esa cerradura; nadie podrá volver a ponerlo en marcha mientras la mantenga ahí. ¿Y para el ciego, qué inventamos?



“Dos mejor que uno, para casi todo.” – Le solía decir su madre cada vez que regresaba de retirar los huevos de las gallinas.



- No sé, creo que dependerá de ti, de tu…- El botones no le deja terminar la frase; coge la delgada mano de la invitada y la posa en su cadera con la idea de que sienta el calor de su apreciado cipote que anda por ahí abajo.



Claudia no se resiste; permanece junto a aquel manubrio, recorriéndolo sin prisa alguna, a la vez que el chico entretiene sus manos quitándole al invierno lo que allí le sobra, para más tarde disfrutar con la embestida de los pezones, erectos como cuernos de toro, a través del suave gris semitransparente del sujetador; se moja con saliva las yemas de sus dedos que han de resbalar sobre esos pequeños montículos. Tras varios minutos repite el ejercicio ahora directamente sobre la carne rosada, acercando su aliento juvenil a las mejillas de la mujer jadeante.



- ¿Sabes qué es lo que más aprecian ellas? Mi modo de comerles el clítoris. Quítame la llave del cuello, voy a detener este trasto para que me des tu opinión. Aunque primero hay que deshacerse de la camarera, la conozco de sobra, a ella y a su coño, y tiene uno de los que quitan el apetito por su olor a pescado podrido en los cubos de basura.



El ascensor llega a la planta 9, el mozo lo para con un golpe seco al botón oportuno y se abre la puerta. Claudia lanza la pastilla algo derretida por el sudor de sus manos y, en efecto, la tetuda sale a buscarla; se agacha, presentándole al viajero invidente todo un redondísimo universo de placer mundano. Al incorporarse se encuentra con el carretón siguiendo su trayecto hasta el hall del hotel, y ella fuera de la obra teatral.

Un par de plantas más abajo el muchacho introduce la llave en el hueco destinado a las emergencias, realiza el giro obligatorio y frena el descenso.

Piso 6. La tersa boca de él le está besando sus carnosos labios inferiores, saliva entre flujos, lengua contra clítoris. Claudia le agarra por el cuello con el propósito de indicarle cómo le gusta; sus gemidos son diminutos para que el hombre del bastón no se percate de lo que está teniendo lugar ahí mismo. De un golpe arranca la gomilla que mantenía la cola rubia medio ordenada: el ímpetu del bárbaro crece irreversiblemente.



“No te preocupes, Angustias. El proceso de descongelación de mi chomino durará tan sólo varios minutos más. Pronto estaré allí con vosotros y vuestra película.”



Imposible. Comiéndole el coño de esa manera…la lengua finge tener vida propia: recorre incesantemente todos los rincones eróticos de su vulva e incluso inventa algunos nuevos para esa noche; lo único que ansía su dueña es saciar el apetito que lleva un rato abierto y creciendo.

Crecida, majestuosa, es la verga que tiene frente a su vagina; le cabe tatuado el nombre completo del “chico para todo”: Mauricio Rodrigálvarez Ardochinea, “el empotrador”.

Con el glande le abre los labios, se lo refriega desde el ano hasta el clítoris, haciéndola creer que va a meterle aquel fantástico pollón en cualquier momento por cualquier orificio. En su lugar, tras varios minutos provocándola, se retira unos centímetros y la arrodilla frente a su artilugio de cavar agujeros.



- ¿Quieres leer de cerca lo que pone sobre ella? – Le pasa el nabo de ojo a ojo, acariciándole con él la nariz.



Claudia acaba de adoptar la decisión de que ya verá la película de su hermana cuando salga en DVD; el plato elaborado de restaurante pijo tras el estreno lo piensa cambiar ipso facto por algo más prosaico: carne cruda, hirviente, con nata batida. Abre la boca, la cena comienza.

El ciego se ha girado. Se encuentra de espaldas a la puerta del ascensor, sin bastón, ya que necesita las dos manos para avanzar, revoloteándolas en el aire como si pretendiera mullir un colchón de pieles. Con sus mocasines tan poco idóneos para esa época del año, pisa sin pretenderlo las braguitas de mujer recién estrenadas. Su propietaria sigue de rodillas, tragándose aquel refrigerio, sintiendo golpear el glande del joven contra sus carrillos mientras enjuaga todo el tronco con la lengua. Se saca la polla, la mira de forma reverencial, la besa y se la vuelve a comer tras lamerle los huevos, introducírselos en la boca y golpearlos con la lengua, cada vez más gustosamente. El “sin vista” llega junto a Claudia y comienza a olisquearla por todas partes: cuello, boca, pelo, axila, vientre, ingles. Al cabo de un rato siente unos dedos sin ojos sobre su coño abierto.



“Siempre dos mejor que una, mi chiquita, no lo olvides, tómate cada vez que te sea posible un par de ellas.”



Sin privarse de lamer la verga tatuada, baja la portañuela que aún corretea exenta por el habitáculo y tras mucho rebuscar se topa con un apéndice pequeño y mustio; no se extraña que ante esa visión borrosa lo mejor sea cerrar los ojos para siempre, así se sufre menos.



“Pero en determinadas circunstancias resulta más práctico conformarse con una que sirva por dos, o tres.”



Con un cierto afecto por los más “desprovistos”, Claudia la vuelve a colocar donde le corresponde, entre algodones. Desea pasar al siguiente plato.



- Chico, asáltame, empótrame contra la pared; después de tantos meses en el destierro necesito sentir un buen agarre de mi patria.

- Como quieras, pequeña.- El botones la eleva sujetándola bajo los muslos, la abre y la embiste con su enorme pene follador; el dolor de su espalda tras el choque contra la pared libera más fluido íntimo. Ella se ata con las piernas a su culo, se agarra primero a sus brazos y luego a sus hombros con el fin de guardar el equilibrio en las alturas, donde él la tiene ensartada. Otro embate con ímpetu: sus hombros crujen, la pared gruñe, el coño se vuelve a humedecer. El ciego, mientras tanto, se ha situado tras el hombre¸ le ha bajado los pantalones y los calzones hasta los tobillos, ha introducido un brazo entre sus piernas musculosas y le agarra el pollón para masturbarlo mientras se la



folla. Ya que está ahí, aprovecha a mordisquearle los glúteos y a besar el ano del “empotrador”. Claudia se excita aún más al contemplar aquella escena, comenzando su cabeza a flotar entre la ingravidez del tiempo y el brillo del espacio. Va alejándose progresivamente del recinto según la golpea contra la pared…8, 9, 10, 11,12…los huevos bailan siguiendo el ritmo de las embestidas…13, 14, 15, 16, 17,…cuatro manos sobre sus pechos, dos lenguas de pezón a pezón, anudándose; el caudal del río crece y se aproxima a su desembocadura…18, 19, 20, 21,…se detiene un instante antes de que se desborde dentro de ella para saborear el momento. El chico le hunde los dedos en los redondos muslos, echa la cabeza hacia atrás y le empapa el interior a base de chorreones cálidos: el proceso de descongelación ha llegado a su fin.



“Una vez descongelado, debe ser consumido con cierta frecuencia.”



Claudia cree ver banderitas de Oulu saludando la llegada del tren cargado con una exuberante corrida. Al alcanzar el apeadero donde se encuentra la mujer junto a una maleta llena de mudas del alma, suelta un bufido que recorre todo el hueco del ascensor hasta la sala de seguridad del hotel: “¡Cómo lo necesitaba!”



“Ya hemos llegado, señorita. ¿Ha disfrutado de un buen viaje? No olvide tomar fotos para el recuerdo. Gracias.”



“Nunca llevo la cámara conmigo si tomo el tren que no es el mío, pero le agradezco su dedicación, ha sido todo un placer de principio a fin. De nada.”



Mauricio se quita del hombro un largo pelo negro de mujer, lo contempla mientras lo hace bailar en el aire sujeto entre su índice y el dedo corazón, lo suelta plácidamente y golpea con el puño de la misma mano tres veces la última puerta del pasillo de la planta 21, la roja. Tras unos segundos, un guardia de seguridad saca su cabezota calva y le sonríe.



- Aquí tienes, los 600 pavos. ¡Eres un hacha! Yo pensé que la tía no se iba a dejar, parecía tan… ¡tan pija!

- Tú no la has olido de cerca. ¿Y los otros 400?

- ¡Eh! ¡Tranquilo, campeón! Para eso tendrás que esperar a que el Señor E compruebe lo grabado y dé su visto bueno, aunque creo que no habrá ningún problema, sobre todo quería que la entretuvieras lo suficiente. Pásate al medio día y te cuento. ¡Animo chaval! Por cierto, ¿por qué no sales esta noche y te fundes un poco de parné? Te lo mereces. Ya hablamos mañana, ¿vale? Tengo también un nuevo cliente que se ha fijado en la tetuda de culo prieto de la 421. Me preguntó si se podría organizar el jaleo en el vestuario de tíos, ante sus socios y la ayudante, una tal… (el calvo escudriña su agendita gris)…se llama… a ver… sí, Rebekka.

- ¿Para qué esperar a mañana? Dame ahora mismo una foto de ellas y la llave de la piscina.



Mauricio la sustituye por la que llevaba colgada al cuello, le quita al guardia de su mano el escanciador y bebe de un jugo blancuzco; tras apurarlo, posa el recipiente sobre unos vídeos y sale de la sala tarareando un tema de Patricia Barber, “Snow”, en busca de un taparrabos que le quede bien. Hoy toca jornada intensiva, como de costumbre.

Mientras Claudia, de vuelta en su suite, toma un baño relajante, su móvil no deja de sonar sobre la alfombra. Un número no registrado insiste en convertirla a pesar de las llamadas perdidas en el eje central de esa noche.

sábado, 6 de marzo de 2010

ANGIE'S LAVA: Capítulos IX y X

¡Un saludo!

Queridos lectores...¿no hay demasida humedad últimamente? Otro fin de semana de lluvia y mal tiempo. Ideal para acompañarlo con música adecuada, un buen vino y quizás algo de lectura. Aquí va mi modesta aportación.

Nos encaminamos al desenlace (doble) final de "Angie's Lava". Nuestra protagonista está a punto de descubrir que su mundo afectivo y sexual, junto a Ermond, es algo "prestado", "dibujado" por una mente tortuosa. Y tendrá que hacer grandes esfuerzos por no darse de bruces con la fría realidad...o por no hacer algo que más tarde lamente de forma agria.

Os invito a los siguientes capítulos, "¿Te has fijado alguna vez en las formas de las nubes?" y "50". Este último es...digamos que se me fue un poco la mano.

¡Y recordad que el e-book está disponible gratis, su descarga, bajo el enlace!:

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Un saludo y un beso a todos.



IX- ¿TE HAS FIJADO ALGUNA VEZ EN LAS FORMAS DE LAS NUBES?



“¿Te has fijado alguna vez en las nubes de un día embravecido? ¿Cuántas cabrían en un puño hueco? Si me tumbara sobre un prado de hierba virgen con los ojos listos para apagar el poniente y extendiera los brazos hasta su distancia, al abrir las manos atraparía la más etérea de todas. Te atraparía a ti.

Tú, jugueteando entre mis dedos, te escapas como denso vaho que eres por el resquicio que dejan índices y pulgares de vuelta imantada hacia tu propio cosmos, inverosímil, con distintas formas inciertas, para siempre.

Tú, nube libre desde las primeras luces, me imaginé capaz de solidificarte a través de mi genio desbocado. Y en cierto modo lo conseguí, encerrándote bajo las líneas de mi fábula y otorgándole forma a tu infinidad con parcas letras e imágenes ilusorias. ¿Y si siguiéramos unidos? “No fun for me, no room for you”, demasiado pobre para tu ligereza. ¿Tengo derecho a impedir con la excusa de mis charlas, bromas y visitas efímeras aquel libre baile junto al caprichoso soplar del viento? Te dejo revolotear, mudar los rasgos; no para que otros te atrapen y te desgasten, sino para que la imagen que viertes no quede sujeta a mis locuras, aún por encima de tus deseos, a pesar de que no lo compartas. Las nubes de la cellisca no conocen un segundo igual a otro; si mi retina se distrae te pierde, y ha de aprender a conformarse con la vieja silueta de la hoja caída tras el vidrio de una habitación mal caldeada.

¿Podrías de alguna manera conservar entre tus brisas mi afecto huidizo?

Por si no volviera más de mi pulso con Apeliotes. Te avisarán desde tu sangre.

Te quise.

Ermond”



Sobre el lavabo, allí encuentra por fin su móvil, abierto (él lo habría estado usando antes de marcharse) como las letras de esa carta; cerca de todo aquello reposa la flor recluida dentro del jarrito de cristal de Murano; esta semana una Fresia tropical roja: la compró a su gusto, con su olor. Se había ido sin tan siquiera hacer la cama tras la siesta, por si necesitaba lanzar los reproches a alguna huella suya, o por si le urgía abrazarlo una última vez. Todo un detalle por su parte.


“¿Desde cuándo lo sabía? ¿Por qué no me lo dejó sospechar con algún gesto premonitorio? ¿Por qué precisamente en aquel momento? ¿Tenía que hacerlo de esa manera, a su estilo, hoy, nunca, con sus palabras mágicas?”


Angie coge la flor, la arroja al cubito de basura y sale del baño, del pasillo, de la casa, de su vida.





X- 50


La mesa lleva toda la tarde lista en espera de los invitados; un lienzo beige con encajes cubre los dos tablones de roble, y sobre él, seis platos sin ornamentar, cubertería exquisita traída de Inglaterra y tazas de té bávaras. En el centro se halla el gran budín de trufas y limonchelo hecho por ella misma, una de sus típicas recetas misteriosas. La circunstancia lo merece: hoy viernes cumple Doris 50.

La ha movido de su sitio habitual durante los almuerzos, colocándola próxima a las claraboyas del salón; así tendrán más luz y un mayor espacio para jugar al póker sobre la alfombra marroquí, obsequio de su ex-amante moro. Pone un cd de Coltrane, “Ballads”, y se sienta en su silla de enea preferida. Faltan once minutos para las nueve.

Quince minutos más tarde suena el timbre. Son ellas.



- ¿Fräulein Schülz?



No. La muchacha pelirroja de ojos verdes, sereno busto, falda azul turquesa y zapatos negros de tacón alto no pertenece a su círculo, no trae invitación. Es bastante más joven que ella misma y por ende que Clara, Bertha y las demás. Le está regalando una sonrisa de “saludos y vaya preparándose” que la intriga.



- Soy yo, ¿y usted…?

- Me llamo Addie. Es todo lo que debe saber sobre mí por ahora. Seré su guía durante toda la noche. Sus amigas han elegido el paquete “bola cristalina”, uuumm...una decisión muy acertada, es el más sugestivo de todos los que ofrecemos, creo que no le defraudará. Pero vayamos ya sin más tardanza a por su gran regalo; por favor, coja lo imprescindible y acompáñeme, nos está esperando en la calle un flamante Jaguar XJ.

- ¿Un Jaguar dice? Un segundo tan sólo; en breve estoy con usted, Addie.

- Tutéeme. Será lo más conveniente.



Doris se retira para cambiarse la braguita de a diario por una más sexi, naranja y rosa. De vuelta de su dormitorio y antes de dejar el domicilio, se lleva con el índice un poco de chocolate de su pastel y lo chupa, por si acaso…

Una vez en el coche, negro como el hollín, detenido frente a la puerta de su vivienda, la invade un repentino desengaño al no encontrar en los asientos traseros ningún cicerone de sonrisa cautivadora y rizos hipnóticos aguardándola, algo así como el Bent-Anat de su último viaje a Egipto; Addie es quien conduce. Imaginó mientras descendía las escaleras hasta el zaguán, que el tránsito arcano lo podría realizar atareada.


“Bueno, ya veremos... Además, estoy algo nerviosa ante lo que se les haya podido ocurrir al grupito este de cabras locas. Mejor que todo se limite a unas buenas risas y punto. Con eso ya me daría por satisfecha, sería un cumpleaños inolvidable.”


A esa hora, la gente parece no temer al frío: ocupan las aceras en idas y venidas hacia el lugar privado de cada uno. Todo se confunde: jolgorio, llantos, silencios; ilusiones, locuras y desesperación. Los comercios echan los candados y los bares ofrecen un taburete para las confidencias más íntimas, libres de purga. Doris los mira por la ventanilla del Jaguar, asociando aquel crepúsculo de invierno seco a la similar luz de Triberg, su pueblecillo natal, con ese sabor amargo tan característico de las ofensas que quedan pendientes en la garganta tras una huida inevitable.



“Nuestras lápidas escuchan los gritos, mas no dejan pasar las voces.”



La majestuosidad de los edificios va disminuyendo, el resplandor de los luminosos se extingue… hasta que la vegetación envuelta en vieja nieve espesa los bordes de la calzada. El coche abandona poco a poco la ciudad y Doris, sus deseos de mantenerse a salvo en lo juicioso.



- Ya casi hemos llegado, Doris. En unos metros aparece un desvío a la derecha que se cuela de lleno en el bosque; está al final de ese sendero.



Así es. El camino entre arces de Amur desemboca en una planicie de gravilla cubierta por innumerables hojas huérfanas que tejen un alfombrado natural y níveo; al otro extremo de la llanura se alza un jactancioso bloque de cemento negro con forma de cubo. Unas intensas letras rojas sobre el exterior dan nombre a aquel recinto: TANNHÄUSER. Las piernas de la “h” se extienden hasta unirse al suelo formando el marco de la entrada, en custodia de una cortina gorda de cuero también negro. Frente a ella se encuentran las dos mujeres, una rubia y la otra pelirroja, una con ojos tristes y la otra verdes, una con pecho voluminoso esclavo de la edad y la otra con el volumen necesario para atraer a los hombres menos estrictos, una con las caderas amplias y la otra con las suyas encorsetadas en una falda lasciva, una preparada para irrumpir en los cincuenta y la otra para echar de menos la treintena.



- Un momento. Antes de que se disponga a entrar debo mostrarle una grabación. Es una especie de parabién y ¿advertencia? Júzguelo usted misma:



La pantalla de una Blackberry reproduce el mensaje audiovisual; Lisa, Bertha, Angie y Clara, con una cerveza en la mano y varias más en el cuerpo, brindan, se apoyan entre sí y le dedican al unísono un…



“¡Muchas felicidades, vieja!”



Acto seguido se van disputando el primer plano de la cámara para enviarle los mejores deseos.



Clara: ¡No te preocupes por los números redondos, eres excelente y la que está más buena de todas nosotras!

Berta: Pásatelo de miedo, Doris; ya nos contarás… ¡y cómete todo lo que se te ponga por delante! Uuuuummmm… ¡que se me abre el apetito!

Lisa: ¡Sí, eso! Pero nos tienes que traer alguna prueba de las locuras que hagas. Si no, no las creeremos. ¡Aprovéchate! El día es único. ¡Medio siglo! ¡Y con ese porte! Un beso en todo tu chocho, linda.

Angie: A ver si te gusta la sorpresa, mi amor. Y no te enfades porque no hayamos podido asistir a tu fiesta de cumpleaños, sabemos que lo habías preparado todo con tanto afán...la mala suerte ha hecho que coincidiera con el estreno de nuestra última película, y si no íbamos a estar todas…mejor te enfrentabas tú solita al Tannhäuser. Dicen que el ambiente es tremendo. ¡Ánimo, entra! Es nuestro regalo con todo el cariño del mundo.

Lisa: ¡Y recuerda, tráenos pruebas!
Todas juntas: Uno, dos, tres. ¡YA! ¡Doris, no te comas la fruta sin antes pelarla!-risas.

Berta: ¡Un besito! Te queremos.

Fin.



Addie esconde el móvil en su abrigo, carraspea y retira el lienzo de cuero, invitándola a que pase y pruebe la impaciente negrura de las fauces del cubo. Doris la mira, echa un vistazo al vaho que desprende el coche y el paladar se le llena con aquel sabor agrio de los almuerzos en la cantina de la escuela primaria de Triberg.



-No se preocupe. Somos una empresa seria. Tan sólo es espectáculo. ¡Vívalo! ¡Forme parte de él!



Doris recela, piensa que es mejor opción volver a casa. Se lo agradecería a las chicas y ya está. El rioja y los cigarrillos de Hassan Rachid podrían ser una buena alternativa a tanto previsible desmadre. Pero el regusto de su pastel no parece entenderlo del mismo modo.


El regusto de su pastel: ¿Qué haces dudando aún? Has comido un poco de mi trufa antes de salir, recuérdalo. Con eso tienes suficiente para disponer el estómago y tomar todo lo que te apetezca esta noche, sin remordimientos. No harás daño a nadie, más bien lo contrario.


Doris le da las gracias por todo a aquella joven tan amable que sigue sosteniendo la cortina negra, y se arroja a la garganta del lobo. Sola.



Un pasillo iluminado a duras penas por una hilera de diminutas bombillas blancas a ambos lados del suelo ejerce de unión entre el claro del bosque y la oscuridad de la sala al final de ese tubo. Hay música; según van avanzando a tientas sus botas grises bajo la larga falda beige, esta se hace más presente. El bajo y la batería golpean su estómago. Cuando llega al fondo del pasadizo una voz distorsionada le da la bienvenida a través de un artefacto situado junto a la compuerta, que se abre de súbito, ascendiendo la maciza lámina metálica hacia el techo, y el cuerpo airoso de Doris se ve bañado por un juego de destellos rojos, verdes y azules que se escapan de la sala. La música rock atruena.

Doris entra contemplando a las cuatro chicas sudorosas sobre el stage: saltan, chocan sus guitarras, besan el suelo y giran sin sentido alguno. El volumen es demasiado alto para el número tan escaso de asistentes al concierto. Se hallan situados en los incómodos banquitos alrededor de las mesitas hexagonales; algunos beben, la mayoría fornican.

Intenta asimilar la naturaleza de las heavys, pero las pastosas melenas rojas y verdes, encubridoras de la cara y el cuerpo, se lo impiden.

Tumbada sobre la mesa más cercana, una joven, desnuda de cintura para abajo, abre sus piernas hacia el infinito y chilla de gusto mientras un sujeto atlético la agarra por los pies metiéndole una serie de viajes a un ritmo inverosímil; su escroto golpea el ano femenino siguiendo la maza del bombo y a tenor de las manchas presentes en la camisetita de lentejuelas de la chica, esta lleva ya un buen rato participando con sumo interés en ese recital. Detrás del tipo se ha formado una cola de antifaces y máscaras. Al borde del escenario, dos jóvenes observan la actuación, fumando, sin apenas inmutarse por la paja en paralelo que les está haciendo una muchacha de amplios hombros, pelo rapado al uno, tatuaje en la nuca y multitud de arandelas en sus orejas. Detrás de una fuentecilla, a la izquierda del tugurio, una tetona brinca sobre el nabo erecto de su amante mientras este, sentado en uno de los banquitos, le coge las ubres desde atrás, retorciéndole los pezones. Y junto al bar alguien disfrazada de monja está en cuclillas, con el hábito remangado, dándole la opción a un supuesto obispo de comerle el culo y el coño desde el suelo; varios tíos de distintas edades y estaturas esperan sobre un vecino canapé marrón a que la religiosa les lama sus deslices.

Doris no es una persona que se inmute fácilmente. Sigue allí de pie, junto a la puerta, memorizando todo lo que pasa ante sus ojos. Cuando residía en Berlín ya había estado un par de veces en un sitio similar que regentaba un primo segundo suyo o algo así, si bien este parece bastante más pérfido.



- Señorita Schülz, su Gimlet.



“Gimlet, mi cóctel preferido: vodka y jugo de lima, con mucho hielo; las chicas habían hecho un buen trabajo, mejor aún si ese camarero entraba también dentro del lote: alto, clavícula dominante, piel morena, rasgos faciales marcados y pelo rubio ligeramente confuso; los dientes resplandecen blanquísimos en la penumbra del local.”



- Gracias, póngamelo en esa mesa sobre la que no folla nadie, voy a ver un poco más del concierto. ¿Cómo se llama el grupo?

- Monster, en honor a L7, todas mujeres. ¿Las conoce?

- No, pero me gusta el rock, soy alemana, ¿sabe?

- ¡Ahá! ¿Le importa que me siente un momento a su lado?

- ¡Claro que no! Pero primero dígame cómo se llama, y sírvase usted mismo una copa.

- Mi nombre es Derrick.



El camarero se sitúa junto a ella sin nada que beber; sería una pérdida de tiempo. Le coge una mano y se la besa con suavidad mientras Doris parece seguir con disimulo los saltos eléctricos del grupo ruidoso de chicas, aunque por dentro la libídine comienza a verter carbón a sus hornos.


Los besos trepan por el brazo hasta llegar a la nuca, que Doris ladea ligeramente para darle más terreno a las caricias. Los labios resbalan a lo largo del cuello, rozando su piel, y se detienen finalmente junto a la oreja.


Derrick, en susurros: Las mujeres que vienen a este local no tienen ni la mitad de clase ni atractivo que usted, Doris, y sin embargo todas quieren lo mismo. ¿Se imagina qué? Un recuerdo, un pedazo de mí.


Tiene los ojos entrecerrados, aspirando por ellos el humo herbáceo de la sala, y los labios medio abiertos para ver entrar en su boca la poderosa lengua del conquistador. El chico la libera de la cazadora de piel y de los botones centrales de su blusa, e introduce en ella su mano derecha; con sus cuatro dedos juntos baja el tirante de la camisetita, besándola con ímpetu, y le agarra un pecho, presionando con la palma de la mano el pezón. Doris se deja llevar, la seduce su sorpresa de cumpleaños.



Derrick al oído: Esto es sólo un pequeño aperitivo extra por mi parte; usted me gusta. No se trata del regalo de sus amigas. Es… tremendamente sensual, irradia una feminidad irresistible. Déjeme que le muestre…


Le agarra una mano a Doris y la conduce hasta su bragueta con el propósito de que ella misma se la baje, muy lentamente, logrando que el morbo engorde a una velocidad vertiginosa. Una vez hecho, se sigue valiendo de la mano de la mujer, introducida en el pantalón, para acariciarse la polla, dura como una pértiga de metal. Con cierto apuro consigue extraer del bóxer negro el cipote enhiesto ante los ojos de Doris de tal manera que pueda masajearlo a su capricho. Ella mira lo que tiene entre sus dedos y sonríe en aceptación de la forma y magnitud; la complace lo que ve, sus caldos empiezan a fluir. Derrick le indica cómo le gusta: sin prisas, entera, haciendo breves paradas.



Doris: Quiero comértela. Déjame que te la mame.

Derrick: Eso viene después. Recuerde, este no es su regalo, es un extra que yo le ofrezco, pero debe quedar entre nosotros. Siga masturbándome y mire al grupo de música, disimule; no se preocupe por los que están a nuestro alrededor. Aquí observarse es lo normal… Continúe, eso es, no se detenga ahora, más enérgicamente, sí, así, con brío… un poco más, siga. Cuando yo la avise pare de golpe; la leche saltará y será toda suya, caliente y jugosa, entonces podrá tragársela si le apetece.



Ella se lanza sobre él para besarle los labios con ansia, introduciendo sus dedos en el cabello rubio, apretando sus grandes tetas contra el pecho masculino, acariciándose ella misma el clítoris mientras el pollón crece aún más, arde y le derrama inesperadamente el semen en su mano. Alguien que andaba por allí, una pelirroja, se arrodilla y se introduce la verga en la boca para rebañarla. Es Addie.

La excitación fruto del bautismo lechoso por parte de aquel camarero le hace comprender a Doris que ahora sí está dispuesta a montarse en aquel extraño tiovivo y a olvidar el nombre de la estación donde debería apearse.



Addie: Esto no entraba en el lote, no pasará a la factura; a veces surgen imprevistos. Hay que limpiar todas las pruebas, ayúdeme – e invita a la alemana a comer de su plato; chupan entre las dos, succionando la leche sobrante hasta vaciar completamente los testículos de Derrick. Addie tiene la boca llena de jugo, coge por la nuca a su pupila y la besa para pasarle parte del semen. Las dos tragan. – Muy bien. Sígame, vamos con la siguiente fase. Pero póngase antes este antifaz.

Doris: Necesito una buena polla, de inmediato.

Addie: ¿Sólo una? ¡Cómo se nota que nunca ha estado en el Tannhäuser!



La anfitriona conduce a Doris por un pequeño acceso a la derecha de la barra; otro pasillo, este carente de focos, que desemboca en un cuartucho casi a oscuras. En la pared de enfrente tres cortinas de terciopelo azul dan a su vez paso a otras tres salas. La música proveniente de cada una de ellas forma un collage hipnótico que rebota en aquellos muros irregulares con manchas de humedad.



Addie: Lo lamento, pero usted no puede elegir; tiene el paquete estrella, “bola cristalina”; es una opción cerrada.

Doris: ¿Cuál me corresponde? Sobre esa puerta pone “Santa Iglesia”, quisiera ver qué hay detrás. Comprobar qué se oculta tras cada cortina y después quedarme con la mejor opción. ¿”Animalia”? ¿”Cielo Abierto”?

Addie: La suya es “Cielo Abierto”, pero seré condescendiente y le permitiré asomarse a cada salita unos segundos, ¿ok?

Doris: Gracias.



Se dirige en primer lugar a “Santa Iglesia”, echa a un lado la capa de terciopelo y calibra la vista para acomodarla a la luminosidad turbia del pequeño habitáculo. Una docena de apóstoles, de ambos sexos, vestidos con túnicas, se manosean en torno a un Cristo en su Cruz. Suena un canto hebreo de fondo. Una mujer y un hombre le están secando el sudor del vientre, de los costados, de los testículos; lo lamen.


Tras retirar el cortinaje de “Animalia” reconoce de inmediato el tema “Pigs” de Pink Floyd, uno de sus grupos preferidos. Este cuarto es más amplio y las luces blancas de la esquina lo iluminan todo. Puede ver a un tipo disfrazado de perro, a otro de asno y a un tercero de oveja. El asno está montando por detrás a una muchacha con trencitas bruñidas que gime con la cara llena de limo mientras Perro y Oveja orinan sobre sus tetazas rosadas y en su boca.



Addie: Venga, acompáñeme. Turno para ingresar en el “Cielo”, estoy segura de que va a enloquecer. No existe ningún cliente que haya salido decepcionado de la experiencia.



La chica aparta el tapiz, saca una diminuta llave de su puño y abre la exigua división que da acceso a una celda teñida de un blanco estéril. Revoloteando en el aire un ligero hilo musical, una canción de Sinatra.

Hasta que tras un chispeo todo queda a oscuras salvo por una pequeña luz parpadeante en la esquina más alejada del huésped. Silencio abrupto. Doris da unos pasos dubitativos hacia el fondo del cuarto, desde allí cree percibir movimientos a su alrededor, halos que la rozan, un eco bien reconocible de los solitarios veranos en el caserío de sus padres, una cacofonía de otra época y lugar. ¿O no?


Vuelve la voz metálica: Buenas noches, Doris, y bienvenida al show, un show que jamás olvidará. Por favor, desnúdese. ¡Ah! Felicidades. Queremos que disfrute de su regalo de aniversario: 50 años, 50 besos de madera.

Otro chasquido, la voz huye y la bombilla deja de parpadear. Oscuridad angustiosa. Dos manos anónimas agarran los hombros de Doris para conducirla a la postura conveniente: alguien sentado en lo que aparenta ser un pequeño trono le va a dar unos azotes en su amplio culo por las veces que se ha portado mal, 50 tortas, 25 en cada nalga, una por cada año. El castigador coloca a la enmascarada en sus muslos y comienza con la punición, golpes secos y violentos. Ella aprieta los dientes hasta que unas manos surgidas de la misma penumbra sustituyen su antifaz por un pañuelo azul, le taponan los oídos y le abren la boca para introducir en ella algo carnoso, gigantesco, un pene inhumano. Doris fue siempre una joven aventurera, se equivocó en multitud de ocasiones a lo largo de su vida, pero en otras, en las más importantes, resurgió victoriosa, así que no se amedranta, chupa y pasa la lengua alrededor de ese sexo febril que le estira sus labios hasta desfigurarlos; traga con parsimonia, desea llevar a su víscera aquel miembro para que se encuentre la nueva crema con la trufa de su pastel. Ensimismada en la tarea, no capta el tufo que va devorando la habitual distancia entre las frescas mañanas estivales en el monte y la sequedad de los cerrojos de su actual historia. No puede usar las manos porque alguien se las oprime contra la espalda. Los azotes siguen, las lágrimas le corren por la mejilla y su sexo babea descontroladamente. Es una mujer fuerte y necesita de fuertes mundos
para alcanzar el clímax; la organización parece saberlo. Cuando el castigo llega a su fin, siente cómo el enorme pene que le ocupa toda la boca se endurece hasta lo imposible y comienza a dar latigazos chorreantes de líquido espeso y pegajoso a través de su garganta, con un sabor que ella conoce pero de gusto distinto, raro, y que disfruta. La secreción es interminable y el suelo bajo sus rodillas se ve lleno del semen que cae de su paladar y de su lengua; aquel animal aún sigue eyaculando. Doris estalla tras oír varios relinchos de placer frente a su rostro, como en el establo de su juventud.

La depositan sudorosa en la superficie, con el cabello lóbrego y los ojos extendidos hacia los huesos. Allí permanece inmóvil unos minutos, persiguiendo a su aliento. Tras llenar los pulmones de aire irrespirable, se medio incorpora, se descubre los ojos y jadea.

Fin del primer acto.



La luz vuelve súbitamente; Doris ve que la tapicería ha mutado al negro hollín que la paseó por las calles hasta ese bosque y esa mazmorra irresistible. Un pasillo con celdas acristaladas surca el perímetro superior, cinco en cada hilera, veinte en total, cada una la ocupa un enmascarado. Ella ya no lleva la suya. Se pone en pie para rastrear lo que viene ahora, sonríe. Todos los voluntarios lucen desnudos y la variedad fálica es impresionante, aunque parece que en la selección han exigido un mínimo de contorno y magnitud muy acorde a su apetencia. Algunas pollas se encuentran ya rígidas, otras cuelgan gordas y venosas, dos o tres están siendo masturbadas por sus dueños. En el centro del cuarto sigue la silla de su esbirro; al verla le sorprende
gratamente el escozor en sus nalgas y vuelve a erotizarse, máxime al descubrir que en el asiento hay clavado un gran pene de silicona listo para penetrar a quien ose sentarse en aquel trono.



La voz metálica: Querida Doris, déjeme felicitarla, ha estado soberbia. Ya se verá en la cinta, pero tenemos que continuar sin más demora. Sobre usted se encuentran veinte individuos, buenos ejemplares: puede elegir a los diez que más le gusten, en dos tandas de cinco. Lo que haga con cada uno de ellos dependerá totalmente de la fuerza de su imaginación, ella marcará el límite. Por favor, diga cuáles son los primeros.



Mira hacia lo alto y no se lo piensa mucho: dos grandes nabos ya duros, dos a medio empalmar y el de alguien que reconoce del espectáculo heavy: la cantante de melena colorista, por poner una presunta nota femenina en el fornicio.

Las cámaras seleccionadas descienden hasta el suelo, abren sus puertas y expulsan a los mártires. Doris se dirige en primer lugar al músico travesti. Huele su nuca, las gotas de sudor, se las lame y le mordisquea el lóbulo izquierdo mientras masturba aquella polla andrógina a dos manos; el incremento de la calidez y la dureza del gran tronco avivan la excitación en su vientre alemán.

Suelta una mano del pene para sobarle las generosas tetas postizas; se rozan los pezones, estrujan los pechos mama contra mama, le mete el dedo corazón por el culo sin parar de masturbarlo y le realiza una urgente déVora a su gruesa lengua como la que hace bien poco le ejecutó a aquel animal. Al cabo de un rato lo engancha por el manubrio y lo conduce hasta el trono, atrapa la polla de plástico cosida a su base y posa al chico-chica sobre ella. El travesti se retuerce de placer, arrojando a la sala múltiples grititos; su leño erecto es enorme: si se encorvara un poco, podría incluso mamárselo. Tiene un glande fastuoso que a cualquier guarra le gustaría apretarlo con sus dientes; la única en aquella habitación es Doris, aunque esta cede esa oportunidad al más esquelético y blancuzco de los elegidos, quien con su careta lila no se lo piensa mucho e inicia su festín. El resto de comensales hallan el camino libre hacia la boca del príncipe en su trono. La vedette escupe risillas inquietas como cuando de niño situaba las chucherías con forma de corazón sobre la mesa del escritorio de su abuelo y se las zampaba sin tomar aire. Ahora lo que se traga a ese ritmo son los espumosos lechazos de los folladores, uno tras otro, chorreándole la comisura y la barbilla de baba y semen.

La mujer está hambrienta; retira al aprendiz canijo, que sigue chupando del cipote, porque le toca y quiere metérselo por el ano: se lo introduce con parsimonia hasta el fondo apoyándose en los muslos del travesti, sentada sobre él, dándole la espalda. Este percibe cómo los huevos se le hinchan al sentir el doble gozo de dar y recibir a la misma vez por el culo. Doris bota, gime y pide a los demás que se acerquen con la idea de saciar el apetito lascivo fruto de esa noche desmesurada.

Tiene cuatro hermosas vergas penetrándole la boca alternativamente, al unísono, compenetrándose a la perfección para ocupar hasta el último centímetro con carne recién traída del matadero. Está disfrutando como jamás imaginó, como en sus sueños inconfesados: sumergida entre interminables pollas anónimas, violada. La sacerdotisa se echa un poco hacía atrás y les muestra un gigantesco clítoris que presiona con la yema del dedo índice. El tipo de la careta blanca no duda ni un instante y se la mete por el coño; ya está recibiendo por los dos agujeros. Tras él, el de la máscara marrón, el de la roja, el de la lila… todos se follan sin piedad a la alemana, con fuerza. Intercambian coño y boca, saliva y flujo vaginal, le azotan las mejillas con esas varas de castigo, se las refriegan por los hombros, vuelta a la cara, de nuevo al coño, sobre el cuello, se las envuelven con su media melena rubia del norte. Y la rockera tío busca el fondo de su culo cada vez con más ahínco. A Doris se le mancha la cara de churretes negros al derretírsele el escaso maquillaje que aún le quedaba.



- ¡Correos en mis tetas, y después quiero que me las lavéis con una buena meada! ¡Vamos!



La teutona acaricia sus gordos senos, los toquetea, expone las amplias mamas a los tapados que lamen con la punta de la lengua esos pezones redondos como canicas; dos lenguas para cada uno. El hombre del antifaz marrón coloca la polla entre las ubres de Doris y esta la encierra con su tersa carne para hacerle una cubana; el éxtasis de fuertes mundos que tan bien parece conocer la organización le sobreviene de golpe al percibir los cálidos chorros de orina de aquel tipo contra su cuello y sus labios – Doris abre la boca - seguidos de abundante leche. Mientras tanto, el chico del antifaz lila eyacula sobre sus ojos, en el cabello, y el joven de la máscara roja limpia todo con más lluvia dorada. Su culo, finalmente, prueba la flama del travesti que ya no aguantó más cuando el sexo de la última careta le abrasó la garganta con chorreones de semen. Doris se la saca de atrás, se gira, abre los labios de sus genitales y mea sobre la polla que le ha estado follando el culo para enjuagarle los restos.

Fin del segundo acto.



- Nos tiene verdaderamente sorprendidos, Fräulein Schülz. ¿Se dedica usted profesionalmente al “tema”? Por aquí viene mucha gente, de toda clase de pelaje, y pocas personas muestran tanto… ¿saber hacer?, ¿prodigio? Bien, recuerde, le queda aún una última oportunidad de llevar a la práctica alguna otra fantasía.

- Necesito un vaso, quiero exprimir cinco pollones y después beberme su leche.



La puerta se abre y aparece Addie con un escanciador.



- Aquí tiene, Doris. ¿En serio quiere continuar?

-¿Quieres tú acompañarme? Entre las dos tardaríamos menos.

- Lo siento, aquí no se me permite socorrer a los clientes. Esto no es el bar, zona VIP, ya sabe…Pero lo está haciendo muy bien. Es la habitación más solicitada en la sala de monitores.

- Tengo una sed tremenda.



Doris se fija en los testículos más gordos para llevar a cabo el número final. Ahora es ella quien entra en las cabinas. Al primero masturba con gran ímpetu y recoge su jugo en el vaso. Al segundo, mientras le empalma la polla gruesa, bruta y pesada con un movimiento suave pero certero de muñeca, le lame las pelotas; las hace rebotar contra su lengua, las humedece; le gustaría tragárselas. El primer viaje de semen lo pierde, pero el resto lo consigue capturar en el escanciador. Las vergas del tercero y el cuarto son de largo recorrido, por el tamaño y por lo que tarda en ponerlas a punto; le da igual, de ese modo tiene para distraerse con sus miembros, uno en cada mano, como a ella le gusta, en cuclillas: el pelo de su coño gotea sobre el suelo. Son auténticos pollones los que poseen esos dos tipos con su rostro a medio cubrir por una media de mujer. Intentan meterle mano a su vulva, comerle el clítoris, pero Doris sólo se deja sobar las tetas; sigue afanada en empalmar a esos burros. Casi lo consigue: eyaculan sin llegar al punto de máxima rigidez eréctil. Cuando terminan de correrse, les chupa el capullo hasta rebañar la última gota.

El quinto afortunado tiene unos huevos de toro que la mujer hace balancear a modo de campanas, los frota, golpea sus mejillas con aquellas bolas de billar; se coloca frente a él, le agarra el escroto y se lo pasa por los labios carnosos de su sexo, lo refriega contra su clítoris en repetidas ocasiones hasta alcanzar de nuevo el clímax esa noche. A continuación le coge la polla, se la introduce en la boca todo lo que puede, haciendo un enorme esfuerzo por alcanzar con sus labios el vientre bajo del individuo; la saliva chorrea a la vez por el nabo y de la boca de la alemana. Doris comienza a lagrimear debido al esfuerzo y a la falta de aire. Tras recibir algo de semen en su campanilla acerca el vaso ya medio lleno, ordeña la verga final mientras pasa la lengua a lo largo de su tronco venoso; cuenta hasta doce expulsiones de semen. Cuando termina de recoger toda la crema se queda observando la cantidad amasada: el recipiente está casi completo. Baja muy seria al suelo de la habitación, se sienta sobre el trono que aún sigue en el centro metiéndose el consolador por la vagina enrojecida y saluda con un brindis a donde supone que hay una cámara filmando.



- Feliz cumpleaños y suerte con el estreno, chicas. Gracias. Va por vosotras – y se bebe todo el contenido de un sorbo.



No sabe si por el agotamiento, el exceso de adrenalina o el desgaste, los brazos se transforman en extremidades demasiado molestas, las ideas se le ralentizan en su cerebro y la débil voz de su infancia le alcanza desde otras latitudes a pesar de tenerla enfrente.
“De mayor quiero ser veterinaria, como tú. ¡Ya he aprendido mucho ayudándote! ¿A que sí, mamá? ¿Puedo acompañarte otra vez hoy? Por favor…”



- Addie: Aquí tiene su premio, el anillo del Tannhäuser; un souvenir de su paso por este cubo mágico. Es de piel, del sexo del inagotable Derrick. Si la medida que nos indicaron sus amigas se ajusta a la realidad, le debe ir perfectamente a su meñique de la mano izquierda. Muchas gracias y prósperos próximos 50 años, Doris. Estaremos aguardándola…

- El regusto de su pastel: Tres chicos han preguntado por ti, la del 2º A; dicen venir con un pañuelo naranja.

- ¿Está él allí, sentado, esperando?

- El pastel: Sigue allí, como siempre, desde el primer día.

- Pues que pasen.

Doris sonríe antes de caer sobre el piso, volcando el trono de la reina. Su trono de la cálida noche invernal de su 50 aniversario.